sábado, 2 de octubre de 2010

LA DESAPARICION PUBLICA DE LA MEMORIA: UNA REFLEXION PERSONAL SOBRE LA IMPUNIDAD Y EL NACIMIENTO DE UNA NUEVA VIDA

Por Claudia Cao
Para Jorge y para nuestros hijos Facundo y Milagros.
“No todos tienen los ojos tapados, hay
quienes se complacen en cerrarlos.”
(Máximo Gorki, 1907)
Los laberintos en los que mora la memoria
En este trabajo me propongo abordar un momento clave1, tanto personal como colectivo, de la historia política argentina reciente: los decretos de indulto otorgados tanto a militares como a civiles comprometidos con la violencia política de los años ’70 y comienzos de la década de los ’80.2 A pesar del tiempo transcurrido, considero ineludible indagar las consecuencias ético-políticas de aquellas medidas.
Asistimos a una época en que la memoria tecnológica, la memoria archivo permite recuperar rápidamente hechos, sucesos del pasado y del presente. Las técnicas de almacenamiento facilitan la revisión de las memorias, sin que necesariamente el conflicto ético se haga presente. Pero la pregunta que cabe formular es si esta memoria tecnológica alcanza para construir una identidad común y colectiva que atienda a la diversidad.
La historiadora Hilda Sábato recupera esta inquietud preguntándose si “¿es posible pensar en una memoria colectiva nacional, que no aplaste la diversidad, que asegure el pluralismo?”3. Esta pregunta es central en la constitución de las sociedades actuales, determinadas por la tensión existente entre los imperativos de la globalización y la preservación de las múltiples identidades particulares que conviven en un mismo espacio territorial.
Frente al desafío señalado, Sábato se propone edificar la construcción de la memoria colectiva
sobre un piso consensual, básico e inestable pero que aun en su precariedad, pueda ser compartido por el conjunto de la sociedad. Dicha base de acuerdos implicaría el reconocimiento y la asunción de determinados valores que, trascendiendo la diversidad cultural, puedan ser asumidos como propios por el colectivo social y defendidos más allá de cualquier avatar histórico-político.
El historiador Joel Candau plantea la existencia de una diferencia radical entre la memoria de los hombres y aquella de las computadoras y ordenadores personales. Sostiene que “mientras éstas últimas no manifi estan intenciones, (…) la primera conlleva fines, valores, símbolos, significaciones”.4
Entiendo que una memoria se instituye con valores e intenciones cuando admite cierto orden posible en la secuencia de recuerdos, cierta jerarquización en la que determinados hechos del pasado pasan a constituir el patrimonio intangible de la sociedad.
¿Es posible admitir que el porvenir de una comunidad esté ligado a la conservación de ciertos recuerdos y al olvido de otros? Los ciudadanos, al igual que los pueblos, tramitan cotidianamente aquello que han decidido recordar y aquello que se han propuesto olvidar.
Memorias y olvidos se implican y hacen posible la trabajosa tarea de construcción y reconstrucción de las identidades tanto particulares como colectivas.
Diversos autores se han ocupado de señalar las diferencias existentes entre memoria e historia.
Si esta última busca poner en orden el pasado, la primera aparece atravesada por la pasión, las emociones y los afectos. Volviendo a Candau, el autor sostiene que si bien “la historia puede legitimar, la memoria es fundacional”.
En este sentido, entiendo que al tamizar nuestros recuerdos establecemos una frontera entre aquello que decidimos conservar y capitalizar para avanzar hacia el futuro y lo otro, lo que autorizamos olvidar para poder seguir viviendo. Vivir consistiría entonces en una ecuación compleja en donde las vivencias personales hilvanadas en la trama de acciones colectivas encuentran un significado integrador. Tal como señala Federico Lorenz, existiría un “proceso de circulación en ambos sentidos”5 en donde el yo y el nosotros dialogan y se implican. Si bien la memoria es personal, íntima, inestable, nunca es del todo individual, remite siempre a un afuera constitutivo que completa de signifi cación los sentidos en ella inscriptos.
Parafraseando al autor mencionado, sostengo que si la memoria autobiográfica es finalmente
una decisión personal en donde la valoración ético-política de los acontecimientos a recordar cobra completo sentido en una red más amplia de significados colectivos, la construcción de resistencias a los olvidos inducidos desde el Poder demandaría la definición y la implementación de una profunda pedagogía pública, tanto escolar como social, en la que los ecos del pasado y las voces del presente/futuro puedan reconocerse y dialogar mutuamente.
Candau (2002) ofrece una interesante imagen visual para referirse a esos lugares de la memoria que en tanto selección personal remiten a la vez a un exterior objetivable. La noción de “boya de la memoria” despliega toda su intensidad si la analizamos tanto en su aspecto de objeto material como por su significado simbólico.
Una boya es una especie de baliza flotante que atrae la mirada de los otros. Dos acciones simultáneas convergen en este dispositivo: flota e ilumina. Como tal, direcciona los derroteros posibles para aquellos que quieren ver y conducirse intencionadamente.
Mi “boya de la memoria” será el indulto6. Mi interpretación personal se unirá así a los recuerdos colectivos buscando posibles explicaciones respecto de las consecuencias ético-políticas de vivir en una sociedad que inscribió, en los albores de la década de los ’90, a la impunidad como nuevo acuerdo público transgeneracional. Finalmente, intento asumir en este ensayo el desafío de recuperar la historicidad de lo que recuerdo y conjugar los ecos de mi propia voz en los acordes de la memoria de los otros, porque al decir del historiador “la semilla de la rememoración necesita un terreno colectivo para germinar”.7

El cordón umbilical de la memoria: un testimonio sobre filiaciones

 “Cuando la noche es más oscura, se viene el día en tu corazón”.
(Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, “Juguetes perdidos”)

Rememorar algunos hechos del pasado que dejaron una marca indeleble en nuestra identidad no resulta ser tarea sencilla. Debo admitir que mientras escribo estas líneas y vuelvo la mirada hacia aquel caluroso diciembre de 1990, reviven en mi memoria afectos entrañables que ya me han dicho su adiós para siempre, junto con las emociones y sensaciones que alentaba mi primera maternidad.
Constituirá este momento de la narración un escrito vulnerable, un relato sostenido desde la pasión y probablemente desde cierta parcialidad. Admito que pueda ser cuestionado por quienes aún hoy, siguen obstinadamente interpretando que tanto las leyes de impunidad como el indulto constituyeron una pragmática política inevitable para sostener la precariedad democrática frente a las presiones que en su momento blandeó la corporación militar.
En otras palabras, no argumentaré aquí respecto al indulto como condición de posibilidad de la incipiente gobernabilidad democrática. Por el contrario, intento volver la mirada hacia atrás, siempre desde este presente, procurando recuperar aquel pasado y analizarlo como punto de articulación de la memoria colectiva y de mi memoria personal, en clave testimonial, “pues la memoria no existe por fuera de los individuos, pero al mismo tiempo nunca es individual en su carácter: está condicionada, informada y conformada por el contexto histórico y social”8.
¿Quién era yo en diciembre de 1990? ¿Qué sueños concebía y qué dolores sociales empezaba a vislumbrar frente al incierto escenario que proponía el comienzo de los años 90?
Nací a la vida cívica el domingo 30 de octubre de 1983. Dos meses después, el 10 de diciembre, me encontraba en Plaza de Mayo albergando el nacimiento de la democracia.
Entre los gritos y cánticos de la muchedumbre enfervorizada que entonaba el clásico “se va a acabar, se va a acabar, la Dictadura Militar”, sentía que un nuevo tiempo histórico me incluía como protagonista.
Cuando los militares tomaron el poder el 24 de marzo de 1976, tenía 11 años e iniciaba sexto grado; cuando lo abandonaron en 1983 cursaba mis estudios de magisterio y me preparaba para ingresar a la Universidad pública.
No provengo de una familia militante. Mis padres no adscribían a ninguna posición político- partidaria específica, más allá de alguna simpatía reflejada cada tanto –cuando se lo permitían– en elecciones caracterizadas por fraudes y/o proscripciones incomprensibles.
Mi madre, maestra normalista defensora a ultranza de la educación pública y con profundas convicciones sociales, adhería al socialismo. Hijo de inmigrantes gallegos, mi padre, empleado público, se inclinaba por el peronismo. Constituyeron el prototipo de familia de clase media que caracterizó a la Argentina de la segunda mitad del siglo XX, aquella que empezó a diluirse a partir de marzo de 1976 y terminó por ser liquidada con la reconversión económica de los años ’90.9
Si bien durante los años de gobierno militar, el afuera social se distinguía por sus rasgos tenebrosos, deshumanizantes, siniestros, debo reconocer, al mismo tiempo, que mi vida familiar, mis años de infancia y primera adolescencia transcurrieron en un clima de amor y contención. Seguramente, muchos de los hombres y mujeres que hoy tienen mi edad, que rondan los cuarenta, deben haber transitado junto a sus padres, noches y días de profunda amargura y terror. Esa no fue mi historia. Pero debo confesar también que desde hace muchos años elegí comprometerme para siempre con aquella parte de la historia de mi país, con aquellos dolores y padecimientos que aunque fueron de otros, asumí como propios.
Yo elegí mirar aquel pasado de muerte y destrucción, aquel quiebre de épocas, como el Nunca Más de mi propia vida y construí mis opciones ético-políticas a partir de aquella inscripción profundamente constitutiva de mi subjetividad.
Fue hacia el final de mi tránsito por la educación secundaria, en una escuela Normal del centro de la Ciudad, cuando oí por primera vez la palabra desaparecidos. Una compañera que había ingresado en el segundo semestre del 4º año del bachillerato pedagógico y de la que me había hecho muy amiga, nos invitó a su casa para terminar un trabajo práctico de historia. Sabía que vivía con su abuela y con su hermano pero no tenía más datos de la familia y tampoco me animaba a preguntarle por sus padres. Mientras cebaba mate, Sofía, así se llamaba nuestra compañera más reciente, me mostró recortes que sus padres le enviaban desde el exterior10. Estaban radicados en Venezuela. Su padre, ingeniero del INTI, había tenido que emigrar del país en los meses posteriores al golpe de estado. Su madre lo había hecho tiempo después con ellos. Instalados en el exterior durante años, Sofía y su hermano habían regresado a nuestro país para vivir con su abuela que empezaba a tener los achaques propios de la edad. Sus padres –según nos relataba– lo harían apenas se normalizara la situación política.
Ávida por saber, permanentemente buscaba en Sofía cierta información que sabía me sería negada tanto por la escuela, empecinada en sostener una educación formal y autoritaria, como seguramente por mis padres quienes, creo, no conocían la total magnitud del horror.11
Luego de la derrota en la Guerra de Malvinas (1982) y frente al anuncio de un posible llamado a elecciones nacionales hacia finales de 1983, la participación en charlas, reuniones o eventos vinculados con la apertura democrática me permitió comprobar que aquella realidad de la que disponía Sofía, hecha de retazos de diarios y revistas extranjeras, había efectivamente existido. Por aquellos años, la muerte se paseó como una vecina más en la cotidianeidad de nuestras existencias.
Ahora bien, ¿cómo recordar entonces lo que no viví y enhebrar los fragmentos de la memoria de los sobrevivientes en mi intento por comprender la época en la que había ingresado?
Cuando el 10 de diciembre de 1983 la dictadura militar huía abucheada por los cánticos de la multitud en la Plaza, yo estaba profundamente convencida de que un nuevo tiempo histórico, desbordante de justicia, de libertad y de bienestar colectivo, empezaba a esparcirse sobre todos los argentinos. Exactamente siete años después, con los mismos sueños, pero con algunas desilusiones ya a cuestas, me encontraba caminando hacia aquella mítica Plaza para dar cuenta de lo que no estaba dispuesta a consentir. La Argentina post dictatorial había establecido un pacto, un acuerdo básico, mínimo, pero acuerdo al fin, en el que la defensa de la vida se instituía como nueva razón de Estado. Los decretos de indulto y las leyes de impunidad que le precedieron sepultaban aquellos anhelos democráticos y abrían a mi criterio, una época de sombras en la que, impunidad e inequidad social desplazaban a la democracia hacia zonas inciertas.
Para la misma época estrenaba mi título universitario. Recién graduada en la carrera de Ciencias de la Educación (UBA), trabajaba como ayudante con dedicación simple en la cátedra de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana. Había sido incorporada dos años antes como ayudante alumna, y por aquellos días había obtenido mi nombramiento en el cargo. Sin embargo, la felicidad personal y familiar por la graduación reciente, la inmediata designación como ayudante, todo eso en nada era comparable a la experiencia vital, conmovedoramente radical, que me proponía mi primera maternidad. Aquellos momentos personales tan intensos, tan fundantes, de profunda plenitud física y emocional fueron interpelados por un nuevo tiempo de emergencia, nuevos vientos de perdones y olvidos inducidos desde la claudicante lógica del poder estatal.
¿A quién perdonaba la democracia, luego del caudal de información recopilado en el llamado Juicio a las Juntas y en el Informe CONADEP? ¿Qué perdonaba el Estado democrático? ¿Qué otros sufrimientos pasados/futuros exculpaba el Indulto? ¿Cómo escribir una tentativa moral de convivencia social luego de la sanción del indulto? ¿Cuál era el mensaje hacia el colectivo social que difuminaba la inscripción de la impunidad estatal? Todas estas preguntas retumbaban en mi mente aquella calurosa tarde de diciembre de 1990 en que caminando hacia la Plaza, con mi panza a cuestas, me negaba una y otra vez a aceptar que el fundamentalismo militar hubiera impuesto definitivamente su lógica amnesiadora. Me resistía a convalidar que un gobierno elegido por la voluntad popular pudiera traicionar aquel consenso básico, inestable, pero colectivo al fi n, que la sociedad argentina suscribió luego del retorno a la democracia, materializado en el Juicio a las Juntas Militares y en el Informe Nunca Más.12 Tal como plantea Hilda Sábato, “la revisión del terrorismo de estado se convirtió en una instancia clave para la construcción del futuro”.13
Me pregunto entonces, ¿es posible construir futuros incluyentes, soberanos y justos, cuando
el poder niega la política, induce al olvido y deroga el conflicto ético? Estoy convencida de que la sociedad argentina después del indulto es otra; por cierto, educar después del indulto es mucho más difícil. Imponer un límite, promover una justicia independiente, asumir responsabilidades, condenar lo inaceptable, reparar el daño cometido, pedir perdón… todo ello parece haber desertado casi para siempre a partir de los 90. En síntesis, concibo al indulto en su doble aspecto: tanto como frontera, es decir, como cierre de un ciclo histórico iniciado en diciembre de 1983, como de espacio productivo, dador de nuevos sentidos al conjunto social. En su cara y ceca, el indulto que consagra impunidad a los asesinos de ayer le revela a un mismo tiempo a la sociedad argentina que el poder estatal puede transgredir cualquier límite legal. Provocar sufrimiento evitable, negar la humanidad del otro, aplastar lo diferente, pareciera ser una conducta social y políticamente aceptable.
En aquella Argentina transcurría mi maternidad y me habitaban múltiples sensaciones encontradas. A mi criterio, la maternidad constituye un conector vital impresionante entre pasado y futuro; entre uno y el mundo; entre la propia subjetividad y la sociedad en la que vivimos; entre herencia y cultura. La llegada de una nueva vida marca un acontecimiento inédito en el mundo. Pero ningún alumbramiento, ni personal ni colectivo, se produce ajeno a una época, a una sociedad, a un contexto material y simbólico que en parte condicionará aquella existencia por desplegar. Ningún ser humano nace y crece despojado de las coordenadas históricas de su tiempo, aunque la conciencia sobre ellas y la responsabilidad de formar parte de un colectivo mayor se construya con el paso de los años, con la templanza y la sabiduría que debería darnos el tránsito hacia la madurez. Nacer y vivir no consiste simplemente en desplegar una ecuación biológica. Si fuera así, ¿por qué sufría aquella tarde de diciembre de 1990 mientras caminaba hacia la Plaza? Si nacer y vivir consistiera simplemente en un dejar pasar los años, ¿por qué me preocupaba por el país en el que mi
hijo iba a dar sus primeros pasos y a conjugar sus primeros balbuceos?
Vuelvo sobre lo dicho y me pregunto: ¿qué formidable pedagogía pública instaló a futuro el indulto? ¿Es que los tormentos, las desapariciones, los secuestros, el robo de bebés arrancados prácticamente desde el vientre de sus indefensas madres, todo eso puede olvidarse?
¿Es posible que crímenes atroces hayan quedado impunes? Me resistía a aceptar aquella realidad en la cual la justicia se exiliaba para siempre y la muerte estatal se naturalizaba como parte del pasado colectivo; como si no hubiera otra posibilidad más que la de la complicidad con la lógica estatal amnesiadora.
Yo quería que mi hijo naciera en un país en el que la memoria constituyera una realidad viva, una red de cotidianeidad que lo envolviera y abrigara para fortalecer su crecimiento.
Ese era su derecho y por eso caminaba hacia la Plaza aquel infausto día, porque la búsqueda de la “pacifi cación nacional” no podía ni puede implicar el olvido de lo imperdonable; no se puede perdonar a aquellos que jamás se arrepintieron; no existe razón de estado posible que lleve a justificar el secuestro, la tortura y la desaparición de los otros.
Mientras caminaba hacia la Plaza, sabía que en algún momento, más temprano que tarde, mi hijo iba a formularme una pregunta demoledora, la misma que después de conocer a Sofía yo le había hecho a mis padres: Mami, ¿Dónde estuviste en aquel momento? ¿Qué hiciste para que las cosas fueran distintas? Confirmé entonces que mi opción de accionar sobre la realidad para transformarla pacíficamente se jugaba en el aula, en la honestidad de mi trabajo cotidiano, en resistir sin violencias, en imaginar otros futuros posibles, en caminar todas las veces que fuera necesario… porque a pesar de que las infancias necesitan de héroes y superhombres, yo sé que para que mi hijo viva en un país mejor, lo único que se requiere, hoy y siempre, es comprensión y memoria.

Una posible genealogía de la política desaparecedora

“Lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como
errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.
(Rodolfo Walsh, Carta Abierta a la Junta Militar, 24 de marzo de 1977)

En el devenir de nuestra compleja historia política es posible reconocer la existencia de autoritarismos, violencias e injusticias múltiples. En este sentido, el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 puede ser interpretado tanto como continuidad de una extensa secuencia de interrupciones cívico-militares iniciadas con el derrocamiento del presidente radical Hipólito Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930, como en su propia especificidad, es decir como profundización de la política de aniquilamiento de la guerrilla implementada a posteriori de la muerte del Gral. Perón. Sin embargo, la diferencia fundamental entre las discontinuidades institucionales previas y la instalación de la dictadura militar de 1976 fue constituida por la aplicación de un plan sistemático de exterminio desde el poder del Estado, a partir del cual fueron secuestrados, torturados y desaparecidos miles de hombres, mujeres y niños argentinos y latinoamericanos.14
La unidad funcional de aquel siniestro plan de exterminio fue el campo de concentración; en tanto dispositivo represor del Estado, los campos convivieron durante años secuestrando, torturando y asesinando gente en el seno de una sociedad civil que prefirió en buena medida no ver. La politóloga Pilar Calveiro15, secuestrada en 1977 y torturada en distintos centros clandestinos de detención, entre ellos en la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada, desafía provocativamente la trama del relato oficial construido luego del retorno a la democracia en torno a las responsabilidades de la sociedad civil sobre el pasado político reciente. Intentando superar las limitaciones interpretativas impuestas por la teoría de los dos demonios, se interroga respecto a las responsabilidades del colectivo social en los sucesos que estamos abordando. Indagar en torno a los marcos sociales16 que habilitaron el genocidio argentino y facilitaron la diseminación de campos clandestinos por todo el país, muchos de ellos en zonas densamente pobladas, constituye otra de las
formas de entender que la violencia desatada en los ’70 fue socialmente consentida. Sobre el particular, la autora analiza la existencia de los campos clandestinos de concentración no en su carácter de excepcionalidad, sino por el contrario, como la tecnología específicamente diseñada para eliminar a una porción nada menor de “población desechable”17.
Si algo me deslumbra de su análisis, es la forma de abordar la existencia de los campos de concentración como un dispositivo de carácter público (se sabía de su existencia) cuyos efectos de temor y dolor se difuminaban en el colectivo social.18
El campo de concentración y la secuencia siniestra desaparición – tortura – muerte, aglutinó a todo aquello que las fuerzas armadas y el poder económico de la época definió en su momento como disfuncional, conflictivo, violento, diferente. La Junta Militar encabezada por Jorge Rafael Videla se propuso exterminar todo movimiento subversivo extendiendo esta categoría a sujetos sociales múltiples, militantes partidarios, sindicalistas, intelectuales, hombres y mujeres de la Iglesia Católica y de otros credos. La desaparición física de miles de argentinos durante ese período necrofílico es la prueba concluyente de la trágica ubicuidad de la categoría subversivo como dispositivo conceptual del poder militar.
El 30 de marzo de 1976, en una alocución a la ciudadanía Videla sostenía que entre otras finalidades, el Golpe de Estado venía a convertir a las Fuerzas Armadas en guardianas de las instituciones de la República. Según la interpretación castrense, dichas instituciones habían sido debilitadas por el desorden administrativo heredado de la crisis económico-financiera y del accionar subversivo. La pacificación nacional requería de la momentánea suspensión de la actividad política, la gremial y las garantías constitucionales. Al respecto insistía:
“Sólo el Estado para el que no aceptamos el papel de mero espectador del proceso, habrá de monopolizar el uso de la fuerza y consecuentemente, sólo sus instituciones cumplirán las funciones vinculadas a la seguridad interna. Utilizaremos esa fuerza cuantas veces haga falta para asegurar la plena vigencia de la paz social.
Con ese objetivo combatiremos sin tregua a la delincuencia subversiva en cualquiera de sus manifestaciones, hasta su total aniquilamiento”.19
¿Qué significaba en aquel contexto de alteración del orden constitucional el significante aniquilamiento? ¿Qué sujetos sociales debían ser aniquilados, desaparecidos de la trama política nacional para que la República sobreviviera? Interrogarnos respecto de quiénes somos después de tamaña operación de ingeniería social no es un dato menor. Tal vez, si extendemos sin autoindulgencia la mirada hacia atrás, podamos (re) encontrarnos con otras escenas desgarradoras en donde la ausencia de muchos hombres y mujeres que habitaron la trama social, cultural y política de nuestro país constituyó un requisito ineludible en la marcha inevitable hacia la civilización y el progreso. Desde el fundacional Facundo. Civilización y barbarie escrito por Sarmiento durante su exilio en Chile en el año 1845 hasta la actualidad, lo irregular, la barbarie en su sentido más laxo constituyeron categorías conceptuales con las que seleccionar, interpelar y excluir lo diferente. La modalidad represiva concentracionaria que se instituyó como práctica de exterminio desde el propio
poder estatal aniquiló durante los años del llamado Proceso de Reorganización Nacional aproximadamente a unas 10 mil personas.20
Entre 1976 y 1982 funcionaron en nuestro país 340 campos clandestinos de exterminio. Por allí pasaron una variedad de actores sociales a los que la tortura y la muerte les esperaba con implacable porfía.
Tamaño volumen de asesinados permite confirmar en buena medida el sentido de mi argumentación: el accionar represivo de las Fuerzas Armadas constituyó una tecnología instrumentada desde el poder del Estado, racional y centralizadamente, a los efectos de hacer desaparecer a una porción importante de población desechable comprometida con otras visiones de la política y con un compromiso concreto de cambio y/o revolución social.
Si el campo de concentración expuso con evidencia la contundente implementación de una política desaparecedora, las llamadas leyes de impunidad (Punto Final y Obediencia Debida), así como los decretos de indulto, constituyeron –ya en democracia– la expresión más visible de lo que me animo a denominar, políticas amnesiadoras. Unas y otras conformaron una formidable pedagogía pública que licuó el valor constitutivo de la condición humana en tanto eje central de la organización de la vida social.
El indulto en tanto condensador de las políticas amnesiadoras habilitó a partir de su sanción la inscripción de un tiempo de crueldad institucional inédita en la República Argentina, un paso más hacia la declinación de las memorias.

Reflexiones en torno al indulto

“El engaño y la complicidad, de los genocidas que están sueltos, el
Indulto y el Punto Final a las bestias de aquel infierno, todo está
guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia”.
(León Gieco, “Canción de la Memoria”)

Han pasado ya treinta años del Golpe Militar de 1976 y un poco más de veinte desde aquel 6 de diciembre de 1983 en que los hombres del “Proceso” hicieron pública el Acta de Disolución de la Junta Militar a través de la cual, la Argentina clausuraba formalmente un ciclo histórico de violencias de todo tipo sobre el cuerpo social caracterizado por el terrorismo de Estado, la represión generalizada, persecuciones y censuras múltiples, vaciamiento económico- cultural, guerra externa con derrota nacional incuestionable, otros jóvenes/otras vidas/ otros sueños, también tragados por la demencia sin límites del poder estatal devastador.
El retorno a la democracia con la posibilidad de elecciones periódicas permitió la apertura de un nuevo tiempo, individual y colectivo, en el que la sociedad argentina se propuso resolver sus problemas de convivencia político-social dentro de los márgenes que ofrecía la gobernabilidad democrática.
El desocultamiento de los horrores del pasado reciente constituyó un escarmiento feroz para una sociedad como la nuestra que durante años miró con desdén el ciclo de continuidades y rupturas, alteraciones y/o violaciones al orden legal constitucional. En la tarea de (re)conexión con el horror/dolor tuvieron un rol protagónico los organismos de derechos humanos, cuya tarea inclaudicable sostuvo durante años la memoria sobre los desaparecidos.
Porque si algo se violentó hasta el hartazgo durante los años del llamado Proceso de Reorganización Nacional fue la vida, la condición humana a la que la “comunidad del terror”21 sometió y humilló de múltiples formas. En un párrafo estremecedor de su dramática “Carta Abierta a la Junta Militar” (1977), Rodolfo Walsh desnudó aquella realidad lacerante y avanzó un paso más en su refl exión sobre el poder como organización mafiosa.
Walsh, quien al momento de escribir la carta se sabía perseguido y en peligro de muerte, destinó las últimas horas de su vida a reflexionar sobre la tortura, la muerte, el terror. Aquellas meditaciones en el límite de su existencia, convirtieron a su misiva en un alegato histórico inalterable sobre los límites éticos que una sociedad no debe avasallar jamás. Así sostiene:
“Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fi n de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fi n original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo que ustedes mismos han perdido”.22
Sus reflexiones sobre la tortura trascienden el hecho concreto, brutal, materializado en la aplicación del tormento para dar cuenta de un sentido más profundo, más esencial, a partir del cual todo aquel que tortura, todo aquel que provoca sufrimiento innecesario en los otros, ése humano también pierde su condición de humanidad.
Si toda muerte entraña el dolor infinito e irrevocable de la ausencia, el terrorismo de estado ejercido durante los años pretorianos del gobierno militar, hizo de la muerte argentina un drama infinito e imposible de asumir para nuestra sociedad.
El retorno a la vida institucional alentó miradas y refl exiones múltiples sobre el pasado violento argentino. Las preguntas sobre la memoria, la búsqueda de verdad y justicia, el reclamo por conocer dónde estaban los desaparecidos, todos esos temas constituyeron prioridades cívicas de la primavera democrática. Pero a medida que la información sobre el genocidio se revelaba y la Justicia aún precariamente, intentaba delimitar fronteras entre las distintas espesuras del horror, una serie de intentonas y levantamientos militares jaquearon al incipiente orden democrático hasta hacerlo hocicar mansamente. Las leyes de Punto Final (1986), Obediencia Debida (1987) y posteriormente los dos decretos de indulto constituyeron una práctica política destinada a desfondar a la democracia de su sentido ético más profundo.
Si la democracia es la forma de gobierno en la cual el reconocimiento y la aceptación del otro entraña su realidad constitutiva, indultar aquel pasado ominoso, exculpar a los asesinos, implicaba ciertamente desproteger a las nuevas herencias, legitimar las alteraciones del devenir humano23, convertir la tragedia del genocidio argentino en una parodia en la cual las responsabilidades se diluían lentamente hasta perderse en el cenagoso pantano de los olvidos inducidos. Si la dictadura había botado a la democracia, negado la política y promovido la involuntaria ausencia carnal de miles de compatriotas asesinados, las leyes de impunidad –en tiempos constitucionales– (re)situaron a la política en un permanente estado de deserción y desencanto.
¿Es posible argumentar que en nuestro país, la construcción de impunidades haya constituido una opción de política pública alentada desde el propio poder del Estado?
Me propongo recuperar aquí, las palabras de un ex presidente para quien la construcción de futuro implicaba necesariamente legitimar una política de olvidos inducidos, de cegueras voluntarias. En su discurso inaugural ante el Congreso de la Nación el 8 de julio de 1989 Carlos Menem sostenía:
“Ha llegado la hora de un gesto de pacificación, de amor, de patriotismo. Tras seis años de democracia no hemos logrado superar los crueles enfrentamientos que nos dividieron hace más de una década. A esto yo le digo basta. A esto el pueblo argentino le dice basta, porque quiere mirar hacia delante, con la seguridad de estar ganándose el futuro, en lugar de sepultarse en el ayer. Entre todos los argentinos vamos a encontrar una solución definitiva y terminante para las heridas que aún faltan cicatrizar. No vamos a agitar los fantasmas de la lucha. Vamos a serenar los espíritus”.24
¿Es posible asociar pacificación con amnesia? ¿Es posible que lo imperdonable pueda ser
arrumbado en el arcón de la desmemoria? Promover olvidos para garantizar injusticias es una de las formas posibles de habilitar procesos de desciudadanización y precarización de la conciencia colectiva.
Si admitimos que la dictadura militar instaló como marca fundante de su accionar perverso lo siniestro, me pregunto: ¿qué indultaba la democracia? ¿A qué hombres y mujeres concretos, traficantes de la muerte y el dolor ajeno, perdonaba? El Indulto como condensador de impunidades previas anestesiaba la memoria colectiva y absolvía sin remordimientos la capacidad humana de provocar sufrimiento infi nito, dolor evitable en los otros. En definitiva, el Estado se indultaba a sí mismo en su capacidad –potencial o concreta– de habilitar lo irreparable y este auto perdón de profundas implicancias ético-políticas promovió la construcción de un entramado de impunidades múltiples cuyos ecos alcanzan a este presente.
Las claudicaciones ético-jurídicas frente al terrorismo de estado no murieron en diciembre de 1990. Por el contrario, es desde lo siniestro de aquel pasado que habitamos nuestro conmovedor presente. Es desde la impunidad de aquel pasado desde la que desplegamos nuestra cotidianeidad, desde la que sostenemos nuestra mirada ante el dolor ajeno, desde la que impugnamos o relativizamos –según convenga– al poder en su inagotable capacidad de excluir, de corromper, de silenciar, de comprar lealtades, de habilitar lo indecente. Resulta imprescindible repetir una y otra vez hasta horadar las conciencias que nuestro pasado hiere nuestro presente; nuestro pasado es nuestro presente y desde él transitamos nuestro devenir cotidiano. Embestir todas las veces que resulte necesario la política amnesiadora que impuso la lógica de la impunidad estatal, es establecer una frontera infranqueable entre lo lícito y lo ilícito, entre lo asumible como comunidad histórica y lo imperdonable; es bregar por la construcción de redes sociales de experiencias concientizadoras en la memoria.
Durante muchos años me he preguntado cómo procesa una sociedad particular las consecuencias culturales y espirituales de vivir bajos los efectos narcotizantes del perdón estatal; en otras palabras, cómo se vuelve de la experiencia histórica de haber admitido un holocausto, de haber consentido crímenes de lesa humanidad. Si aceptamos que el pasado hiere nuestro presente, la pregunta por el mañana reviste enorme responsabilidad. ¿Desde qué lugar podemos empezar a pensar la posibilidad histórica de construir futuros sustentables para las nuevas/viejas generaciones de argentinos?
Entiendo que la urgencia de los interrogantes no se resuelve solamente creando una conciencia itinerante que nos invite a recorrer, a visitar, cual didáctica decimonónica, los lugares visibles de la memoria. Coincido con el historiador Pierre Nora cuando sostiene que “cuanto menos se vive la memoria desde el interior, más se necesita de apoyos externos y puntos de referencia tangibles”25. Así las cosas, el desafío que enfrenta la democracia argentina desde comienzos de los años ‘80 en torno a las secuelas degradantes del terrorismo de estado, es construir una tentativa conciencia pública, individual y colectiva, que enfrente las penumbras del pasado, los pactos de silencio, la degradación de los valores, las múltiples impunidades de la corporación económica y política. Encarnar un proyecto de memorias colectivas en el que la centralidad de la condición humana se convierta en sedimento indiscutible de la organización política y social del país. Más allá de la materialidad de museos, archivos y registros de los que no discuto su valor, apuesto a la construcción de una antropología de la memoria en la que cada sujeto de manera personal, única, asuma como propios un núcleo de acuerdos básicos, que hagan de la vida, la felicidad y la protección y cuidado del otro su propia preocupación.
Sin lugar a dudas, le cabe a la escuela una responsabilidad particular en la construcción de una antropología de la memoria que tramite las herencias colectivas. La Argentina del Bicentenario tiene que construir otra gramática social que garantice un horizonte de derechos al conjunto de la sociedad y establezca nuevas subjetividades identitarias forjadas al calor de un nuevo humanismo; un humanismo para el tercer milenio asentado en la doble premisa de: Memoria para no repetir y Justicia para no olvidar.

Conclusiones provisorias

En este ensayo me propuse abordar un suceso de la historia argentina reciente, los decretos de indulto como expresión culminante de una política de construcción de impunidades que impactaron en mi vida revisando sueños juveniles y conjugándose al mismo tiempo con mi primera maternidad.
El 30 de diciembre de 1990, caminando hacia la Plaza de Mayo para rechazar la política de derechos humanos que alentaba la administración menemista, tuve la certeza de que algo nuevo empezaba a gestarse como condición de posibilidad de la democracia argentina. A mi criterio, el indulto constituyó un momento histórico de envergadura en el tramo final del siglo XX argentino. Implicó el cierre de un ciclo en el cual las tensiones existentes entre el orden de lo político y la búsqueda de justicia terminaron resolviéndose a favor de la consagración de múltiples impunidades.
El politólogo argentino Guillermo O’Donnell ha planteado en una entrevista que le realizaran recientemente, las diferencias existentes a su criterio entre la brutalidad del orden autoritario y el débil presente que viven las democracias latinoamericanas, de la cual la nuestra no es una excepción. Caracterizadas como democracias de “baja calidad”, su relativa estabilidad a lo largo del tiempo no deja de constituir un logro, luego de la tragedia vivida en la región durante los años ’70.26
Tal vez sea eso lo mejor que podamos decir. Estoy convencida de que a pesar de las claudicaciones de la democracia argentina en el ancho campo de la esfera pública de derechos hoy somos más ciudadanos que ayer. Debo confesar también, que probablemente no sea ésta, la democracia que hace algunos años soñé para mi hijo. Pero al mismo tiempo debo reconocer que su adolescencia es infi nitamente más libre y más plena que la que yo viví durante la larga noche de la dictadura militar.
Quizás, si conservamos la memoria de lo que Nunca Más debe consentir nuestra sociedad, podamos heredarle a todas las infancias y a todas las adolescencias que habrán de venir, una democracia más incluyente y fraternal.

Notas
1 A los fines de mi trabajo, un momento histórico es aquel tiempo que condensa los sentidos contingentes de una época.
2 Los decretos de indulto fueron los siguientes: Decretos 1002, 1003, 1004, 1005 de fecha 7 de octubre de 1989 que alcanzaba alrededor de unas 300 personas en proceso judicial abierto y los decretos 2741, 2742 y 2743 del 30 de diciembre de 1990 referidos a militares y civiles ya condenados.
3 Sábato, H.: “La cuestión de la culpa”, en Memoria, pasado y futuro, Revista Puentes Nº 1, agosto de 2000.
4 Candau, J.: Antropología de la memoria. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 2002, pág. 14.
5 Lorenz, F.: “La memoria de los historiadores”, en revista La lucha armada en la Argentina Año 1 Nº 1. Buenos Aires, 2004.
6 Si bien he planteado que mi lugar de la memoria lo constituyen los decretos de indulto, en particular y por razones que expondré más adelante, el referido al 30 de diciembre de 1990, establezco en mi relato cierta continuidad entre las llamadas leyes de impunidad (Ley Nº 23.492 del 23 de diciembre de 1986 o Punto Final y Ley 23.521 del 8 de junio de 1987 u Obediencia Debida) y los citados indultos de la gestión menemista. En otras palabras, interpreto al indulto como expresión final de una política regresiva en el ancho campo de los derechos humanos orientada a consagrar impunidades y olvidos inducidos, luego de los primeros esfuerzos realizados por la administración alfonsinista, caracterizados por el Informe CONADEP (1984) y el Juicio a las Juntas Militares (1985), inédito en la América Latina post dictatorial.
7 Candau, J.: Op. Cit., pág. 66.
8 Lorenz, F.: Op. Cit.
9 Cuando aludo a ciertos rasgos prototípicos de clase media, me refi ero a la profunda convicción que mis padres sostenían respecto a que el trabajo honesto, el esfuerzo consecuente, la mejora personal a través de los beneficios de la educación y la cultura, redundarían no sólo en el ennoblecimiento propio sino, a la vez, en la construcción de una sociedad mejor, más solidaria e igualitaria. A mi criterio, esos valores fueron seriamente discutidos/confrontados y hasta negados en la década de los ’90. Sus profundas consecuencias pueden verificarse hoy tanto en la trama social como educativa del país.
Al respecto recomiendo las siguientes lecturas: Schvarzer, J., Minujín, A. y Kessler, G. y Svampa, M. (Ver Bibliografía al fi nal de este ensayo).
10 Aquellos recortes contenían información que el mundo conocía sobre la realidad política argentina y que mi educación familiar y escolar ignoraba.
11 Dado que no admito indulgencias posibles, hago propias las palabras de Novaro cuando se interroga respecto a cómo fue posible que en este país, con un desarrollo cultural y social aceptables para la época pudiera imponerse semejante proyecto de barbarie y destrucción. Al respecto responde: “Una cuestión no puede pasar desapercibida: si esto fue posible es en parte porque esta dictadura no surgió de un día para otro, ni fue la obra exclusiva de un pequeño y aislado grupo de fanáticos. El régimen y sus protagonistas tuvieron raíces profundas en la sociedad y en los procesos previos”. (El subrayado es mío). Novaro, M.: Pasado reciente y escritura de la Historia. Material de la convocatoria al Concurso de ensayos: Argentina: Los lugares de la memoria. CePA. Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2005, pág. 7.
12 Según Hugo Quiroga, la opinión contraria al perdón presidencial de los ’90 se expresó no sólo en encuestas realizadas en la época y publicadas en diversos medios gráfi cos, sino que tal oposición fue a la vez ratifi cada en las concentraciones masivas que tuvieron lugar en todo el país. Sólo en Buenos Aires, la cifra alcanzó a unas 60 mil personas. Para una completa reconstrucción de la búsqueda de impunidad en la Argentina reciente –desde la propia Ley de Autoamnistía concedida por los militares antes de retirarse del poder–, pasando por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y recalando finalmente en el indulto menemista, véase: Quiroga, H. y Tcach, C. (comp.) (Ver Bibliografía al final de este ensayo).
13 Sábato, H.: Op. Cit., pág. 3.
14 Entre 1930 y 1976 se produjeron seis golpes de Estado que quebraron la legalidad constitucional en el país. Sin embargo, los golpes de 1966 y 1976 tuvieron otra finalidad. Coincido con Dussel y otros (1997), cuando sostienen que estos últimos constituyeron un nuevo modelo de intervención militar orientado a tener un rol protagónico en la reestructuración tanto del Estado como de la sociedad civil. Véase Dussel, I., Finocchio, S. y Gojman, S.: Haciendo memoria en el país del Nunca Más. Buenos Aires, EUDEBA, 1997, pág. 10.
15 Calveiro, P.: Poder y Desaparición. Los campos de concentración en la Argentina. Buenos Aires: Editorial Colihue, 2004.
16 Candau, J.: Op. Cit., pág. 65.
17 Recupero esta idea del pedagogo norteamericano Henry Giroux. Si bien el autor la utiliza en referencia a las secuelas sociales y culturales de la implementación del modelo económico neoliberal, su fertilidad para asociar en el análisis que propone este trabajo me parece válida. Estoy convencida de que así como los militares desplegaron desde el poder del Estado una brutal tarea de limpieza social en los años ’70, así también el mercado hizo lo suyo durante los ’90. Ver Giroux, H.: “El neoliberalismo y la crisis de la democracia” en Revista Anales de la Educación Común. Publicación de la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires. Tercer Siglo. Año 1. Nº 1 y 2, 2005, pág. 85.
18 Calveiro, P.: Op. Cit., 2004.
19 De Privitello, L. y Romero, L.: Grandes Discursos de la Historia Argentina. Buenos Aires: Editorial Aguilar, 2002, pág. 383. (El subrayado es mío.)
20 La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas recibió 8960 denuncias, aunque se sabe que muchos de los casos no fueron registrados por los familiares. Existen evidencias de que algo similar ocurrió con un cierto número de sobrevivientes que, por temor u otras razones, nunca efectuaron la denuncia de su secuestro. Organizaciones comprometidas con la defensa de los derechos humanos refi eren una cifra mayor, un total de 30 mil desaparecidos. Ver Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP): Nunca Más. Buenos Aires: EUDEBA, 1984, págs. 479-482. Se puede consultar también: Dussel y otros: Op. Cit., pág. 104.
21 Recupero esta expresión de la obra de Nicolás Casullo (2004, pág. 65). En ella, el autor incluye a todos aquellos personajes que por acción u omisión, fueron cómplices del terrorismo de estado: militares, sacerdotes, periodistas, empresarios, políticos, intelectuales y obviamente, buena parte de la sociedad civil, la que para el autor nunca podrá volver a ser lo que era antes.
22 Walsh, R.: Operación Masacre. Incluye Carta Abierta a la Junta Militar. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1984, pág. 206.
23 Debo admitir que siempre suscitó mi reflexión, la expresión antinatural de Hebe de Bonafini “a nosotras nos parieron nuestros hijos”.
24 De Privitello, L. y Romero, L.: Op. Cit., pág. 430. (El subrayado es mío)
25 Pierre Nora en Candau, J.: Op. Cit., pág. 94.
26 Al respecto consultar la entrevista realizada a Guillermo O’Donnell por el diario La Nación, el domingo 19 de febrero de 2006.


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Walsh, R.: Operación Masacre. Incluye Carta Abierta a la Junta Militar. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1984.

De allí pueden bajar el libro completo: “ARGENTINA, LOS LUGARES DE LA MEMORIA”, que recopila los mejores ensayos sobre el tema en el concurso del mismo nombre organizado por el Centro de Pedagogías de Anticipación del Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, año 2006.

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